lunes, 31 de julio de 2006

¿QUEDA ALGO POR DECIR DE LA VIVIENDA?

Lluis Casas


Las series televisivas se basan en la insistencia. Su éxito está garantizado si consiguen audiencia suficiente al comienzo. A continuación las cosas funcionan por el mecanismo acumulativo e identificatorio. Los radioescuchas de antes de la TV sabrán muy bien de que hablo. Eran pequeños y el altavoz les llegaba justo a los oídos.

Los artículos sobre vivienda se basan en los mismos principios. Pero dudo que con el mismo éxito. Y como se acerca el período vacacional oficial doy por concluida la primera serie con el que sigue.

He comentado algunos aspectos fiscales y de gasto público que ofrecen líneas consistentes para una política de vivienda alternativa (tributaria e inmobiliaria) y posible. Hice un repaso al panorama desde el puente respecto a la febril actividad constructora y destructora que vive el país. También me referí al concepto económico y social de la vivienda. Todo un alarde enciclopédico y por lo tanto inútil. ¿Qué queda pues?


Creo que puedo adelantar algunas maravillas.


En primer lugar, observando el entusiasmo o la tolerancia discreta que el mundo local y regional está demostrando por los asuntos inmobiliarios, les diré que la honradez y honestidad nada tienen que ver en el asunto. Por mucho que los periódicos y los fiscales se empeñen. En todo caso, todo ello es solo consecuencia, útil o no, de estos procesos: la corrupción y otras lindezas son el adorno, no la sustancia. Veámoslo.


Las administraciones locales tienen dificultades enormes para barajar anualmente recursos suficientes para dar de comer a las infinitas necesidades de sus ciudadanos. El sistema financiero local es un trasto viejo y achacoso. Se alimenta de subvenciones del papá Estado y de tributos con un elevado porcentaje de cochambre. Tan es así que solo entre el 5 y 10 por ciento de los flujos fiscales que genera la actividad urbana van a parar a manos de los alcaldes. El resultado es obvio, si se abre la veda de la recalificación ahí hay unos ingresos extra que no son moco de pavo. La espiral empieza, pero no tiene donde aparcar. Parar o reducir la velocidad significa cerrar el grifo de los servicios ciudadanos. El miedo escénico hace su aparición entre los regidores y lo que era extraordinario debe convertirse en norma habitual. Aparece el crecimiento permanente del urbanismo, la adecuación del futuro a la obra. Todas las historias para no dormir surgen entonces: ¿Qué quieres?, ¿Cuánto quieres?, ¿Dónde lo quieres? Dinero, fiesta mayor, polideportivo, agasajos y fiestas, un líder tenemos. La pendiente está puesta y el deslizador engrasado. Un pueblo del que tengo conocimiento tiene la ambición de construir 4.000 viviendas con la inestimable colaboración del promotor de turno. Habitantes, doscientos censados. El futuro, si fuera cierto el cuento, doce mil. ¿De quien será el pueblo? Adivina adivinanza.


¿Deben los municipios depender tanto de la obra?, Yo creo que no, es decir, pienso y opino que no. La reforma de la financiación local es un objetivo político imprescindible para domeñar el urbanismo. Si no, continuemos con la música celestial.


Por otro lado, el munícipe que se encuentra sin dineros se da cuenta que posee competencias blindadas como el urbanismo. Nadie le va a toser y sus divisiones avanzan por esos singulares caminos sin casi oposición. Como una bild kreig alemana: algún movimiento ciudadano de mosca cojonera y algún técnico excesivamente escrupuloso y poco dado a mirar a su propio futuro. En fin, nada de que preocuparse. ¿Se imaginan lo mismo en otros campos vitales? Lo dudo. Yo no puedo.


Por un lado sin dinero, por otro con todo el poder del decreto. Que nadie se extrañe del resultado, ni de las derivadas adyacentes.

En segundo lugar y ascendiendo en el escalafón, tenemos las comunidades autónomas. Celosas propietarias de competencias de vigilancia urbanística y proveedoras de costosos servicios de cierto interés: carreteras, transporte, servicios a las personas, educación, sanidad, servicios sociales. Por no decir energía, teléfono y agua. Sobre todo agua. Otra clave del asunto. Reflexionemos.
Un incremento sustantivo del desarrollo urbano (política municipal en general) requiere la adopción de decisiones sobre servicios que son de competencia regional. El abastecimiento de agua por ejemplo. Somos tan poco mañosos con la planificación que nadie se da cuenta que a más residentes y más actividad lustrosa hace falta más agua. Y que el agua viene de trescientos kilómetros embutida en un tubo por el que no puede pasar más de la que ya pasa (que por otro lado, dada su ancianidad tiene poros en las orejas y pierde el 40%, un tubo prácticamente jubilado y tramitando la pensión). Nadie se percata que el embalse ha quedado canijo. Que la lluvia ya no llueve. Que la depuradora está hecha unos zorros. ¡Coño que no hay agua!

Es un simple despiste. Las autoridades están para resolverlo. Primero construimos, después nos quejamos y finalmente llega la cuba. Espléndido.

Por si alguien no se ha dado cuenta, la administración regional podía exigir la incorporación de los abastecimientos en el programa urbanístico. Incluso podía pedir que los promotores (que procurarán estar muy lejos cuando el tubo reviente) pagasen el coste de las inversiones. En el extremo y como ejemplo de lucidez y buen hacer podría llegar a impedir la aprobación de los planes por falta de condiciones básicas. ¿Han oído que alguna vez se haya producido el caso? Yo no, pero reconozco que puedo estar sordo y que soy tonto.

No busquen la solución en la prensa. No se entera de nada. Si hay un periodista avispado lo distraerán con un reportaje en exclusiva del último partido. Tampoco la motivación está en los flujos líquidos de debajo de la mesa, a través de los famoso billetes de 500 euros, aunque pueden producirse no son de importancia, ni explican el caso. Ojo, con tantos que dicen que hay, yo no he visto ninguno.


El problema es ejercer la autoridad democrática y dar la cara. Después está la inmensa maraña de intereses para que la máquina no pare: ¡mira por donde, por fin cambiaremos ese jodido tubo viejo!

Feliz agosto, nos veremos. No vayan a la playa, voy a estar yo.


jueves, 13 de julio de 2006

SIGUE EL CULEBRON DE LA VIVIENDA


Lluis
Casas


Los atentos lectores (o miradores) digitales no se deben sorprender ya de que la vivienda me preocupe. Tres pruebas tienen de ello. Confidencialmente les diré que creo que tenemos uno de los mayores agujeros negros de la democracia española. Con una fuerza gravitatoria superior al infinito. Los físicos sabrán apreciar el verdadero valor del comentario.

No insistiré, de momento, en aspectos fiscales, que he tratado con mucha frivolidad en dos ocasiones anteriores. Tiempo habrá de seguir por ese camino, curiosidades no han de faltar. Tampoco me lanzo en pos de otros perfiles financieros, término que edulcora (con falso azúcar) el brutal negocio inmobiliario. También en este aspecto algo habrá que decir y sobre todo contar. Es, sin duda alguna, el núcleo duro del asunto.

Me inclino hoy por hacer una reflexión más sociológica: ¿por qué esta ansia por ser propietario? Me temo que como en otros muchos problemas sociales, hay una cierta explicación desde una perspectiva de comportamiento social y psicológico. El hecho tiene su relevancia. Con la habitual socarronería empresarial, muchos interesados en mantener el estatus suyo se refieren a la opción patrimonial en la vivienda como algo elegido libremente y que genera beneficios inagotables al poseedor. Y lo elevan a categoría social, como una característica racial, ya saben la selección siempre perderá, pero correr, correrá mucho. No creo que sea cierto, ni como delicada aproximación.

Me explico.

La vinculación entre el derecho a la vivienda (el añadido digna me parece una estupidez descriptiva) y la propiedad no es directa. La vivienda es un bien social de longeva durabilidad. Por una vivienda pueden pasar secuencialmente diversas familias o equivalentes (hace unos decenios pasaban a la vez, el realquilado, ¿recuerdan?). Ojo al parche: me refiero a la vivienda, no al suelo sobre la que se asienta. El suelo no tiene coste de desgaste y es permanente, si alguien no lo estropea nuclearmente. Los contables lo explican formidablemente bien cuando restan el valor del suelo a la amortización de un edificio. Incluso el IRPF lo hace así, lo que ya es el colmo de la tecnología legitimadora. Ello determina que no sea necesaria la propiedad directa de la vivienda para vivir en ella, sino solo es exigible un derecho de uso por un tiempo generacional. Dejo al margen los problemas de derechos de uso hereditarios, solemnemente molestos. La conclusión es obvia, el alquiler público o privado es el que se adapta mejor a esa circunstancia. De hecho así ha sido, en el ámbito urbano, durante siglos. Esta circunstancia histórica se rompió en torno a los años 70/80 cuando la ambición por poseer la propia vivienda fue consolidándose entre las clases populares y medias. La vivienda es un bien costoso y con períodos de amortización largos, de hecho podríamos considerar que abarcaría diversas generaciones, pero hoy el coste por ese efecto propietario recae totalmente sobre una sola generación (o una parte de ella). El esfuerzo que significa es brutal. Imaginemos que el coste de inversión de una infraestructura recayera solamente sobre los consumidores que la utilizan en un período de tiempo reducido (el 20% del real, por ejemplo). El resultado seria la imposibilidad de asumirla. Un hospital no deben pagarlo exclusivamente los usuarios de los primeros 4 años, es una barbaridad, no podrían asumirlo.

Pues bien, así ha sido. La tendencia se ha ido reforzando a medida que la vivienda ha escaseado y el precio se ha incrementado: si una hipoteca sobre el precio total de la vivienda representa el mismo o menor esfuerzo financiero que el coste de un alquiler, ¿qué razón hay para no adquirirla? Además si el “mercado” anuncia la posibilidad de revenderla con un beneficio inimaginable en cualquier otro sector económico, la tentación es irresistible. De tal modo ha sido así que un porcentaje elevadísimo de la renta familiar se ha dedicado a la compra de la vivienda, en detrimento de otros consumos vitales ( o no vitales, cada uno es muy libre de decidirlo). Con el señuelo del ahorro la dinámica está desencadenada.

Esas circunstancias hacen que las familias o equivalentes asuman costes externos de importancia, las distancias entre vivienda y trabajo en términos temporales y económicos, por ejemplo. No es baladí, no lo crean. Hoy en día la movilidad obligada, de esta forma han bautizado el fenómeno los técnicos en transporte, es un porcentaje elevadísimo de la totalidad de desplazamientos en la región metropolitana de Barcelona, a título de ejemplo conocido y con datos. La exigencia de transporte público y privado, en vehículos, redes de ferrocarril y autopistas, se transforma en un coste social y privado (al final todo es privado) de dimensiones galácticas. Una parte significativa de ese coste se debe sumar al de la vivienda en propiedad que imposibilita por falta de flexibilidad la aproximación al lugar de trabajo. Ya ven que ni imagino que el trabajo pueda estar cerca de la vivienda, que es la cosa más humana y adecuada. Han conseguido girarnos el modo de pensar.

Bien, llegados aquí podemos concluir lo siguiente:

La propensión intensa a la propiedad es un producto de la quiebra del concepto de vivienda como un bien social de largo recorrido, de la desaparición de las políticas de vivienda reales (no me refiero a las subvenciones y otras zarandajas que terminan en manos del promotor. ¡Dios que nombre tan indigno!) Al abandono por parte de las administraciones y poderes públicos, me refiero a la estructura política y representativa (partidos, parlamentos, plenos municipales) de la tutela de un territorio básico para la vida social. A la desaparición del parque público de viviendas, etc. etc.

¿Ven por donde voy?

sábado, 1 de julio de 2006

SEGUIMOS CON LA VIVIENDA



Lluis Casas


Les prometía la vez anterior seguir con la murga, pues bien, ustedes lo han querido. Hay muchas formas de ver esta cuestión de la vivienda. Desde el Ferrari del promotor inmobiliario o desde el Metro a las siete de la mañana.

Las dos son útiles y ciertas. Una ve el negoció y los euros que ingresará. La otra ve la necesidad y los euros que pagará. Los euros son aproximadamente los mismos. El resto es muy distinto.

Además de formas de ver distintas, hay, también, psicología: los no implicados en el negocio hemos llegado a creer en la fatalidad bíblica. Es cierto, no se extrañen ustedes. Creemos que no hay solución al coste extraviado de la vivienda. Pensamos que es mejor ser realista y hacerse con una hipoteca. Pura fatalidad. Lo de la fatalidad es complejo de culpa, cristiano y vienés, pero complejo de culpa. Cada uno sabrá porque. Bien, pues me da a mí que no es así. Ya en el anterior comentario sugerí con muy buenas palabras una política posible. Ahora voy a descubrirles que no es única, hay más. Vayamos a ello.

¿Se acuerdan ustedes de la plus valía, o plus valúa, que viene a ser casi lo mismo? Estoy seguro que el lector digital de este panfleto se acuerda. Convencido estoy que posee en su biblioteca el tomo uno. Con el mismo concepto, pero sin segundo sentido, tenemos en este país, el grande o el chico, da igual, un impuesto precioso: el impuesto de plus valúa o en sus términos actuales, impuesto sobre el incremento de valor de los terrenos de naturaleza urbana (no me meteré, si no me lo exige nadie con el censo rústico). Impuesto municipal con ramificaciones esplendidas en otros territorios fiscales, como el de patrimonio y el de la renta.

El nombre es maravilloso, ni su actualización le ha hecho perder capacidad descriptiva. Bien es cierto que lo de la plus valúa era más directo, como un golpe bajo. Pero el realismo descriptivo actual no está nada mal. Este impuesto tiene ancianas características de recuperación del valor social del urbanismo. Pretende obtener para la sociedad, representada por el noble municipio, una parte de las rentas que genera la actividad urbana sobre el precio del suelo. En otras palabras: si el precio del suelo se incrementa no es porque se haya encontrado oro, sino por que la sociedad ha invertido en calles, barrios, transporte, cultura cívica, centros de recreo, escuelas, personas y animales de compañía. Todo ello mucho mejor y más útil que el oro. Todo eso añade valor a la ciudad y repercute, en función de la ley básica de la propiedad privada, en el propietario.

Ahora bien, como el propietario no es el inversor que genera el valor, y puesto que lo es la sociedad comunitariamente, esta le gira una factura por ello a través del municipio. ¿Está bien, no? Es sencillo y a pesar de ello también cierto. Todo el mundo lo entiende y lo acepta, mientras no piense en su propiedad. Insisto en lo más importante: es un impuesto realmente existente, no hay que crearlo, ni discutirlo. Entonces, ¿porque se enriquecen unos especulando con el suelo social?

La respuesta es simple y tecnológica. La estructura del impuesto permite que los beneficios que genera el cambio de calificación del suelo o su puesta en el mercado no se declaren en su totalidad. Tampoco los coeficientes que se utilizan están al día. En fin, para que llorar. Todos sabemos como va eso: Hagan las leyes que yo me encargo del reglamento, Romanones, hombre sabio. Les voy a contar el significado. El Ayuntamiento de Barcelona, solo como ejemplo, piensa ingresar por este impuesto en el año en curso la cifra de 83 millones de euros, que traducido a las neuronas pesetarias significa unos 14 mil millones de pesetas. Bien, es una cifra maja.

Recuerdan ustedes la cifra del anterior panfleto: ingresos en Catalunya del ITP, año 2006, 3.735 millones de euros. Consideremos que el 30% de esta cifra corresponde a la ciudad de Barcelona, esto nos da 1.120 millones de euros. Supongamos por lo bajo que el ITP recoge el 10% del valor total de las transacciones inmobiliarias ( y que no hay euros negros, santa inocencia), les recuerdo que el coste que pagamos es básicamente (tal vez un 70%) la repercusión del suelo y no la construcción, si no están de acuerdo miren el recibo del IBI y lo comprobaran. Resultado, en Barcelona se han movido más de 12 mil millones de euros y la variación del valor del suelo le ha reportado al Ayuntamiento un 0,7%. El impuesto pretende recuperar el valor social añadido al suelo. Evidente es que el porcentaje no se adecua a la realidad, es como ir montado en una bicicleta detrás de un fórmula uno.

El comentario: ¿Cómo es posible que no se haya utilizado este instrumento fiscal, pensado precisamente para recuperar el valor social del suelo, para equilibrar las cuentas inmobiliarias?. ¿Cómo no se ha transformado técnicamente el impuesto para proporcionar un poco de realidad económica a su acertado concepto?. ¿Qué piensan ustedes que ocurriría si el suelo dejase de ser refugio de capital y se constituyese como un coste objetivo a un valor estable?. No contesten, puede estar prohibido. Se acuerdan de las prioridades. Cada vez estamos más cerca de la respuesta.