viernes, 21 de febrero de 2014

¿HABLAMOS DE PRODUCTIVIDAD O DE OTRA COSA?

Empecemos la segunda entrega hablando (en realidad escribiendo ciertamente) sobre productividad y coste.

Ya definimos productividad, relación entre trabajo y producto. También anotamos múltiples matices a ello. Hagamos ahora un pequeño esfuerzo en distinguir el significado de productividad en relación al concepto de coste (de producción, distribución, etc.) de un producto o de un servicio. Y lo que ello conlleva en la estrategia empresarial en cuanto al tratamiento de los trabajadores, a la inversión, a la localización de las unidades productivas, etc.

Lógicamente a parecidas características de producto o servicio (calidad, durabilidad, utilidad, diseño, capacidad de acceso al consumidor, como la distribución, la publicidad, el mantenimiento o garantía, el prestigio de marca, etc.) el coste del producto o del servicio (relacionado con el precio final en el mercado) determinaran la demanda de estos (no entro en motivos de ecología, de nacionalismo del consumo y otros que no son importantes para a lo que vamos). Por lo tanto, es relevante la lista de conceptos que componen el coste. Señalaré los más importantes, sin definir orden de momento: el trabajo (en el que influye el nivel salarial, la estructura social de protección al trabajador y otras variables como la jornada, las horas extra, los turnos, la formación, etc. A continuación vendrá la energía y otros insumos relacionados con ella (tecnología, ahorro, etc.). Seguiremos con los gastos financieros que comportan tanto la gestión financiera habitual, como la carga de la deuda (intereses por créditos tanto de inversión, como de apoyo a la producción y la comercialización). No olvidemos la amortización de edificios, equipos, centro de investigación y desarrollo (costes de transferencia tecnológica) y otros aspectos menos vinculados a la producción directa. En el apartado, muy importante, de los proveedores (de materias primas o de productos intermedios) podemos desmenuzar el asunto en los mismos componentes que los citados, pero para el caso y simplificando se reduce a un coste intermedio. El proveedor actual recibe enormes presiones sobre costes y otros aspectos

Añadamos finalmente el coste de distribución (comercialización) que puede ser estratégico o no, dependiendo del producto o servicio (en estos tiempos de Internet es evidente la enorme variación de coste de este asunto).

No cito el beneficio, un aspecto a añadir al coste para obtener lo que sería el precio en el mercado. Tampoco me pongo con la fiscalidad, de momento.

Bien, al listado anterior, no exhaustivo, le podríamos poner un orden en virtud del porcentaje de importancia en el coste final, de modo que tendríamos una escala de relevancia frente a la gestión de la competitividad en el mercado (huyo también de los mercados restringidos, por el motivo que fuera, concesiones públicas, oligopolios y otras lindezas de la economía liberal).

En los datos que han circulado sobre ello (siempre muy discretamente) el factor trabajo en la empresa “de producto” avanzada (correspondiente a nuestro país) su peso es sorprendentemente bajo (depende del tipo de producción, claro está). El coste energético y el financiero pueden llegar a considerarse más relevantes. El coste de proveedores es también importante, según el grado de externalización productiva de componentes y la complejidad de los productos. Al respecto, la empresa industrial actual llega a ser una cadena de montaje de elementos venidos del exterior y un sistema de distribución del producto final. Como vemos, el interés de reducir el coste tiene múltiples alternativas, siendo los costes salariales una más y no especialmente la principal.

Efectivamente, con la crisis y el recorte brutal de la financiación bancaria, asociada a un alto interés para el que la consiga, esta es determinante para la continuidad empresarial. La evolución del coste energético señala que en nuestro país ese aspecto también se vuelve estratégico, con diferencias substanciales respecto al entorno. En un mercado “interior”, si existe todavía, protegido de la competencia venida de fuera, estas tensiones en los costes pueden no ser relevantes dado que todas las empresas están supeditadas a ellos. Pero en un mundo internacionalizado, la cosa cambia y mucho.

De lo dicho se deduciría una estrategia empresarial sobre los costes muy distinta a la que anuncian diariamente los medios: la presión sobre los salarios y el ordenamiento laboral.

Entonces podemos preguntarnos: ¿productividad y coste son lo mismo?

Evidentemente, no. Una empresa altamente productiva pero que llega al mercado con un coste de producción superior a la competencia, aunque esta sea menos productiva, tiene el asunto chungo. Productividad y coste siendo cosas distintas se afectan mutuamente. Recientemente la SEAT propone la producción de un vehículo SUV sobre el que ha estado trabajando en su sección de desarrollo. Su paso a la producción parece asegurado (el producto previsto tiene garantía de éxito de demanda), pero SKODA puede llevarse el gato ajeno a su agua porque tiene una estructura de costes menor, no porque la productividad sea mejor. SEAT, en otros momentos, luchó por poder fabricar otros modelos y centró sus ajustes internos que mejoraban su coste en el factor trabajo, ciertamente un elemento intermedio en este sector. Anoto al respecto que el coste “tecnológico” que asumen los centros productivos dependientes de grandes corporaciones ocultan transferencias a-fiscales muy relevantes. Una forma de transferir beneficios cómoda y simple y de generar, si es necesario, pérdidas al otro lado.

Producir mucho por unidad laboral (la que ustedes quieran) no garantiza alcanzar el mercado con éxito, además el coste (precio/beneficio) también han de estar a la altura de la competencia. A menudo, los argumentos sobre la necesidad de incrementar la productividad no son más que exigencias de reducción de coste, especialmente como comprobamos día a día del coste del trabajo.

Dejemos el asunto en este punto para reservar la última al núcleo del disparate: productividad cueste lo que cueste (aparentemente).


Lluís Casas, cirujano destripador

viernes, 14 de febrero de 2014

HUIR DE BARCELONA

Escribe Lluis Casas


Visitar la librería Documenta, junto a las Ramblas, fue para mí durante largos periodos un hábito ligado al lugar de trabajo y a los paseos substitutorios del desayuno o al mediodía, antes de reanudar la jornada laboral. Esto ya no es posible hoy día, pero de vez en cuando, si la ocasión lo permite, allá me lleva el impulso atávico como a los elefantes, amigos de la lectura.


Este sábado fue uno de esos días en que la circunstancia me permitió darme una vuelta entre las mesas expositoras de Documenta y, a la vez, oír a su propietario en una de sus permanentes conversaciones con uno u otro de sus clientes. Esta decía así:

“Es la ocasión de cambiar de lugar. Este barrio, que me encanta y donde he pasado tantos años, ya solo es territorio turístico”

La conversación, como adivinaran, iba por el asunto del anunciado traslado de  Documenta a otra zona de la ciudad, junto a un cambio de dirección por razón de edad. El cambio territorial está motivado en buena parte por ese espectro mortal que se llama «nueva ley de arrendamientos urbanos», que liberaliza los alquileres que estaban contingentados hasta ahora. Aparte de ciertas desventajas para los propietarios de esos locales, que en honor a la verdad hemos de reconocer, la contingentación ha sido muy útil para mantener el comercio más o menos tradicional en su lugar de actividad de siempre. Ello también ha comportado un poco de respeto hacia la arquitectura y la decoración que muchos comercios mantenían desde épocas más detallistas que hoy. Sin señalar a nadie, en Barcelona se mantienen o mantenían múltiples ejemplos de la evolución decorativa, de la marcha técnica del comercio y de la forma de vida que implicaba ser comerciante o tener un local abierto al público al margen del sector en el que desarrollaba su actividad.

Es obvio que es (era) un lujo disponer de las cererías (a pesar de su deriva eclesiástica), pastelerías, farmacias, colmados Lafuente, librerías Documenta, tiendas de vetes i fils, bares y restaurantes y tantos y tantos negocios que mantenían actividad y apariencia tradicional.

Durante años la resistencia ha sido enconada. Se perdían piezas irrecuperables obteniendo hamburgueserías, tiendas de moda londinense o cualquier nuevo negocio efímero basado en la tecnología circunstancial. En otras ocasiones, el poder del dinero simplemente transformaba un establecimiento tradicional en otro del mismo sector pero con luces de neón y mesas y sillas imposibles. Con eso también desaparecían oficios y habilidades nunca substituidos con ventaja. ¿Quién recuerda a un camarero que mantuviera en acción una docena de mesas repletas sin olvidar nada y sin tardar una eternidad en alcanzarnos esa copa que pedimos tardíamente? Recuerdo que un día éramos quince amigos en torno a una mesa, cada cual pedimos una cosa distinta. López Bulla para facilitar las cosas hizo la síntesis al camarero: «Ya lo ve usted, ¡café con leche para todos!». Éste respondió profesionalmente: «No hace falta, caballero, me acuerdo de todo». 

Hoy esa lucha de resistencia se viene abajo puesto que el tenedor del negocio, pero no del local, no puede asumir los incrementos de coste de alquiler. La ley ya no le protege. Por ello, los voraces tiburones --pobres tiburones, ¡que mala prensa tienen!--  de la especulación inmobiliaria simplemente aplican la tercera regla, la multiplicación, al alquiler vigente y este absorbe inmediatamente no solo los beneficios del negocio, sino todos sus ingresos. Por lo que el afectado opta por tomar las de Villadiego con o sin la actividad. Le reemplazará, sin duda, una tienda de moda de una cadena internacional destinada al turismo ex soviético.

La frase del librero va más allá del simple impedimento del alquiler. Dice sintéticamente que esta es la excusa para pasar a otra zona ciudadana, puesto que Ciutat Vella ya no está para el asiduo indígena, su cliente habitual.

La llegada del turismo masivo, que da a la ciudad ocasiones económicas, también las quita, y transforma territorios populares en todos los sentidos del término en cauces turísticos y en implantaciones de las actividades que rodean a estos. Desde sombreros mejicanos a joyerías de miles de euros la pieza. Sin citar hoteles, residencias, apartamentos y otros adminículos creados por la imaginación humana (¿) para que los visitantes duerman algo. A ello se refirió Sócrates en su día: «Hay que ver las cosas que tiene el mercado, que yo no necesito».

A pesar de mi dificultad para desplazarme conformado más allá de santa Coloma de Gramanet, he sido turista obligado y he necesitado y utilizado la parafernalia propia de esa especie humana transgresora y superficial, debo reconocer su utilidad tanto como activo económico, como activo cultural y de conocimiento mutuo entre humanos. También debo advertir que nunca he vomitado en ninguna calle de Berlín, ni he descargado la vejiga frente a la pirámide de Keops, ni he buscado un gorro frigio en Chile, aunque si intenté hacerme en Moscú con una gorra como la lucía Lenin en la estación de Finlandia y en su defecto con unas botas del ejercito rojo, esas altas que se calzan sin calcetines y con vendas de piel. Como no conseguí ni lo uno, ni lo otro, debo reconocer que hay ejemplos de pasotismo turístico excesivos.

Pero Barcelona se está yendo hacia un extremo sin consideración ninguna con el mundo indígena que hace años que intenta vivir en ella y que hasta ahora y por mayoría abrumadora se sentía satisfecho de la ciudad y de sus vaivenes culturales, industriales y políticos.

Los juegos olímpicos han obligado al mundo mundial a visitarnos, cosa que en realidad no pretendíamos, al menos en las dimensiones que esos cruceros monstruosos, esas naves equivalentes a la estrella de la Muerte Galáctica de George Lucas, nos están apareciendo día si y día también en las cercanías del dedo de Colon.

Una masa de esa dimensión, visitante urgente, comercialmente activo y selectivo, junto al visitante selecto de hotel modernista y de altísimo consumo se están tragando enteras barriadas barcelonesas. Sus residentes son desplazados por los precios de la vivienda, del comercio o del local y por la selectividad social. Se resiste, si; el Raval es duro de pelar. Lo ha sido siempre, con sus anarquistas eminentes, sus gángsters a la francesa y sus utilidades sexuales de amplio abanico. Pero otras zonas, menos dadas a la guerrilla urbana, como el núcleo del falso gótico, los ejes primordiales de la burguesía como el Passeig de Gracia, las zonas del Eixample castigadas con ilustres catedrales quiméricas son trituradas por la apisonadora turística sin compasión.

La administración actual del municipio, ampliamente satisfecha por no gobernar la ciudad, hace lo que puede para acelerar la creación destructiva que genera el turismo masificado. No es que sea fácil regular el número y la ubicación de los establecimientos hoteleros, tampoco es nada establecer horarios, circuitos y zonas de aparcamiento de autobuses, ni siquiera el tránsito de vehículos estrafalarios de color deslumbrante, ruido prominente y gases de invernadero abundantes son accesibles a cierto orden. Debemos comprender lo difícil que le resulta a un alcalde minoritario hacer comprender con buenas palabras a sus socios i amigos del bussines que la ciudad es de todos, aunque un poco más de sus residentes habituales, hablen la lengua que hablen.

A eso se refería el ilustre librero, hay que aprovechar que nos echan para irnos.

Como muchos otros barceloneses, sean o no barcelonistas tendrán que hacer.


Lluís Casas cronista, pidiéndoles excusas por no publicar el segundo artículo sobre productividad, denme una semana de paciencia. .




martes, 4 de febrero de 2014

PRIMERA PARTE: Sobre la productividad

Como veo que los grandes jefes se ponen a discutir sobre productividad, voy a meterme en camisas de once varas, a ver lo que sale. Lo hago a propósito,  esperando garrotazos que ayuden a la disección. Así que barra libre.

El concepto de productividad no tiene una descripción única, podemos hablar de productividad del trabajo, del capital, de la tecnología, de la sociedad como un todo, de un sector económico, etc. En general podemos admitir que casi siempre el término se usa como la relación entre producto (bienes y servicios) producidos por unidad de trabajo: hora, jornada, trabajador, etc. Y siempre viene acompañada con un cuadro comparativo con las alternativas de la competencia. ¿Cuántos vehículos produce SEAT en comparación con SKODA? En función del coste laboral, etc. ¿Qué productividad global tiene España en comparación con Alemania o China? La respuesta siempre viene acompañada con salarios, horarios laborales, etc. Por lo que por definición la productividad no es nada en sí misma, sino en relación a otro. Es como afirmar que fulano tiene más cojones que nadie y no hay constatación empírica de que ambos, fulano y nadie, hayan mostrado en público sus vergüenzas para constatarlo. Sin la comprobación, la frase inicial no tiene sentido. O al menos, no significa nada fuera de las fronteras de la taberna.

Esa tradicional visión ha impulsado a que los gobiernos, los empresarios y los sindicatos interioricen la gran bondad de tener mayores productividades que el vecino. Así se genera mayor producción, más puestos de trabajo, más retribución (hasta hace poco), etc. Es una carrera competencial con un destino desconocido, puesto que (en el extremo del razonamiento) si todo lo que se produce termina en manos del mejor productivista, los demás se quedan sin trabajo y el productor sin consumidores. Cosa que está pasando a marchas forzadas.

Insisto en un aspecto relevante: la productividad sea lo que fuere, se calcule como se calcule, se compare con lo que se compare, tiene sentido en el marco de la producción de bienes y servicios en los cuales la aportación de capital, de organización empresarial y del trabajo pueden sustituir favorablemente al factor elemental del trabajo (número de trabajadores, número de horas por unidad producida, etc.). Es decir, pueden ser más y más capital intensivas (ahora añadiríamos tecnológicamente intensivas, organizadamente intensivas). Ello determina una frontera sinuosa entre unos sectores que pueden cumplimentar lo dicho y otros que ven limitada, por su propia esencia, esa transformación, digamos técnica. Me refiero sobre todo a los servicios se sanidad, educación, atención social y a otros en donde el capital humano, es decir los trabajadores, son hasta ahora difíciles o imposibles de sustituir por tecnología (añadiría provocativamente al FMI y al gabinete Roca). Esperemos a ver si el robot médico o el robot limpieza o abogado aparecen y son eficientes en su función, pero, hoy por hoy, las variaciones en la productividad de esos sectores son lentas y muy alejadas de las que se producen en otros lugares productivos.

Si hacen una lista observaran que curiosamente muchos de esos servicios (en general son servicios, pero no exclusivamente) están sorprendentemente ligados a una fuerte evolución científica y técnica, o al menos a un desarrollo del conocimiento y de la cualificación extrema de los trabajadores. Es decir el capital, la tecnología y la organización tienen un papel relevante, pero afectan muy poco a su productividad. O, al menos, afectan de forma menor que en otros sectores. Otra característica es que son poco dados a la deslocalización territorial (la huida hacia lares de costes y normas laborales menores), cosa curiosa y muy importante para fijar una potencia económica y laboral estable.

El tiempo de intervención de una operación de cirugía torácica no creo que haya disminuido mucho, ni el número de personas, altamente cualificadas que intervienen, se haya reducido, pero su coste se ha elevado por la formación exigida, por la aportación tecnológica, por las pruebas complementarias de apoyo al diagnóstico, etc. A cambio, el éxito ha aumentado mucho. En esos casos, ¿Cómo deberíamos valorar su productividad y su comparación con alternativas en su campo? Si las hubiere. Un hospital público y uno privado no tienen a igualdad de condiciones productividades muy distintas, aunque uno retribuye a sus trabajadores de forma diferente al otro. Pero esa es otra cuestión. Le llamábamos a lo bruto explotación, es un decir.

Ahora bien, me pregunto si hoy la cosa es igual, o en función de la globalización mundial del comercio y de la producción, el asunto está cambiando. Añado además, ¿los costes financieros y la economía financiera absolutista universal actual tienen algo que ver con el concepto inicial de productividad?, ¿la tensión sobre el medio ambiente y sus derivados en costes de salud, ambientales, en el medio natural, en los recursos limitados (la energía, por citar la más llamativa), en la aglomeración humana, hacen que ese concepto limitado de productividad histórica sea hoy aún relevante?, la exigencia de calidad en los productos, de adaptación a normativas muy estrictas de todo tipo (también de momento), ¿la excluimos?. ¿Tenemos alguna cosa que decir al respecto de la obsolescencia de los productos, cuando esta es deseada y fabricada? La externalización de costes sociales, ambientales, financieros ¿la dejamos al margen?, ¿La esclavitud laboral se puede contabilizar como un debe o un haber?

Añado, en un aparte de la sustancia de la cuestión, lo siguiente: la productividad está íntimamente vinculada al concepto de crecimiento productivo sin límite y a las tensiones crecientes en torno a la distribución de las rentas entre trabajadores y empresarios (Iba a decir financieros y no me equivocaría mucho). Si es así, que lo es, ¿podemos seguir con el concepto sin variar muchas líneas plenas de matices y anotaciones prolijas al margen? Termino finalmente, el sistema fiscal estatal e internacional, para añadir eso del paraíso en la tierra, en donde el fisco no existe, ¿es asunto que afecta a la productividad?

Como observo que he consumido la primera página en consideraciones sin riesgo, me veo en la obligación de mojarme. Vamos a verlo la siguiente semana, dando opción a que alguien añada o rectifique.

Lluís Casas en China

Radio Parapanda. "Cartas sobre la izquierda"http://vamosapollas.blogspot.com.es/


sábado, 1 de febrero de 2014

... QUE VEINTE AÑOS NO ES NADA


No piensen que se trata de un cambio súbito en la letra del conocido tango de Le Pera escrito para mayor gloria de Gardel, sino de algo muy distinto, de una síntesis temporal que va desde el hoy hasta las presuntas elecciones generales del 2015. Poco menos de dos años.

El tiempo es corto o largo en la vida en según qué momentos, puede no ser nada en el amor, incluso cuando este está repleto de frustración y de añoranza como en el tango, pero cuando se trata de la degradación de la vida ciudadana la espera amorosa no se puede asumir, ni, por descontado, permitir.

El Streep Tease que el PP está haciendo público en estas últimas semanas, mostrando vergüenzas sabidas junto a otras menos conocidas y, aún, otras bien ocultas hasta hoy, no hace más que confirmar que un país no debe estar en manos de un grupo de clanes unidos por la avaricia del dinero y el poder, o por el poder y la avaricia del dinero. Incluso estamos viendo la lucha navajera fruto de la traición a la omertà. Solo nos falta ya, para componer por completo un panorama clásico, la aparición o la confirmación de algún cadáver y las fotos de las chicas (o chicos) ligeras de ropa al modo berlusconiano (excluyo los alicientes químicos por resultar obvios).

Martin Scorsese nos ha acercado a esos mundos en diversos films de gran factura y hoy mismo tenemos a disposición uno de plena actualidad: el “Lobo de Wall Street”. Tres horas de desbordante salto de los límites gravitatorios.

El PP, creyente por un lado en su misión redentora y por otro en la inexistencia de facturas a lo hecho, hace saltar la banca con mayorías no solo absolutas sino absolutistas en parlamentarios, alcaldías, presidencias de comunidad y todo lo que cuelga en votos. La dura realidad es que ese tipo de hegemonía no autoriza a un tipo de gobierno más propio de una junta militar al viejo estilo. Ni siquiera con puños enfundados en guantes de seda.

El estado real de los ciudadanos es deplorable en moral, en recursos para vivir y en opciones de futuro. Que tengamos que oír que España posee las cifras de pobreza más graves de casi toda Europa, que el número de desposeídos de vivienda y de trabajo está en los límites de la estratosfera, que el poco trabajo que se crea consiste en una especie de esclavitud que no alcanza al mínimo vital, que los Botines se cambian el calzado por botas de montar chapadas en oro al mismo tiempo que la información sobre usurpaciones de pisos por parte bancaria crece y sobrepasa lo que hasta ahora los mismos bancos nos permitían conocer, me parece fuera de toda lógica, incluso en la crisis, de toda razón humana y de toda conciencia religiosa para los que están en ella.

Aunque supongamos que la crisis va venciéndose, el ritmo de recuperación va a ser tan lento que sus influencias benéficas, si las hay, sobre la población sacrificada solo se notará, en el mejor de los casos, de manera muy discreta y poco reconfortante. Los problemas del paro, de la crisis de la vivienda generada por los embargos de hipotecas y ahora de alquileres, la intensidad de la reducción salarial no van a desaparecer en esos casi dos años que le restan al PP para ejercer de chulo piscinas. Por un lado, las tensiones que están aflorando en el seno de la derechota auguran meses muy fríos para su dirección actual. Por otro, la reacción ciudadana acumula razones y, ahora, incluso triunfos como en la sanidad madrileña y en el movimiento ciudadano burgalés. Otros han venido con mayor discreción mediática y, es de esperar, que la intensidad reivindicativa aumente e incluso se radicalice, como será el caso, sin duda, de la reforma de la ley del aborto. Todo ello, confío, que apriete las tuercas del magma derechil y le impida terminar la legislatura.

Si no fuera así, me temo, que las condiciones para el siguiente gobierno van a estar francamente imposibles. El cambio, que hay que desear, debe producirse pronto, lo más pronto posible, ya que tanto el proceso de descomposición actual puede durar lo suyo, como porque la recomposición social, económica y humana del país exigirá también un tiempo que la población puede no disponer.

Es hora pues, desde mi punto de vista, de reclamar alianzas políticas honestas, agrupaciones partidarias y un programa común de las izquierdas. Todo aquel que no asuma esa necesaria muestra de disposición unitaria (incluso con ciertas diversidades) va a hacer pagar un coste enorme al país.

Incluso para las reivindicaciones nacionales este momento exige aplazamientos, que podrán considerarse buenas inversiones de futuro. Digo aplazamiento, solo eso.

Personalmente observo en ciertos lugares de la calle, en donde se cuecen las desgracias de una crisis contra las clases trabajadoras, que el tiempo de las expectativas o de la espera a que escampe ha pasado. La realidad política, el hacer político institucional debe agriarse con todas las verdades y realidades que la gente ve y vive. Se trata de una inversión a corto plazo para no pagar una hipoteca a 30 años que no podemos asumir.

Lluís Casas, tomando medidas a la calle.